jueves, 4 de noviembre de 2010

Un mundo por descubrir (E.V.Pita, 2006)

Microrrelato
UN MUNDO POR DESCUBRIR

Autor: E.V.Pita (2006)


El texto original y actualizado está en el siguiente link:

http://evpitabooks.blogspot.com/2010/11/un-mundo-por-descubrir-evpita-2006.html


El verdadero viaje es aquel que te cambia. Al regresar, ya no eres exactamente el mismo. Porque, quizás, un viaje es como una historia, con un inicio, un desarrollo y un final. Por muy fugaz que sea el trayecto, es difícil que conozcas otras tierras y culturas sin que te hagan reflexionar. He viajado en autobús por Marruecos y tomado té con las tribus bereberes antes de recorrer varios kilómetros de dunas para ver el amanecer en el desierto. He subido en una noche, sólo iluminado por la luna llena y pisando escorpiones, por un sendero que conduce al refugio del Toukal, en el Atlas. He recorrido en tren toda Europa, desde Oslo hasta Budapest, y desde allí hasta Nápoles. He viajado hasta el Loch Ness, en Escocia, en pleno temporal de enero, con el autobús atascado en esa clase de nieve que refleja el arco iris. Y he comido yogures y fiambre en los merenderos de las autovías francesas. Y en Londres, he esperado con impaciencia al desayuno del albergue, porque esa iba a ser mi única comida del día.

Cuando no tienes ni una libra en el bolsillo, porque te lo has gastado todo en el ferry de vuelta, unos frutos secos y una fuente son tu única comida. Y he subido a pie hasta las montañas de Meteora, bajo el insoportable ruido de cigarras, porque no nos quedaba ni una dracma para pagar un taxi. He regateado con los vendedores bereberes y turcos y, pese a comportarme como un avaro miserable, me he sentido timado. Y he dado vueltas y vueltas por el aeropuerto de Heathrow aguardando al avión de la British Airways que me llevaría al norte de Escocia a pasar unos días con una petite amie muy especial. Pero nada me cambió tanto como el viaje que voy a relatar.


Quizás, después de ver tantas ciudades, regresas a tu mundo de forma distinta. Pero, yo lo atribuyo más a la edad. Jamás había salido del país y, un buen día, estabas en París y al día siguiente en Londres, durmiendo en las butacas de los trenes y corriendo la cortina para no ser importunado. Y, quizás, lo más duro haya sido cargar con la mochila y con el peso de las latas de conserva, y el irrespirable olor de la ropa sucia. Con el tiempo, te planteas que la vida de mochilero no es sana. Pero es barata, dentro de lo que cabe.


Pero, sin duda, si algo te cambia es la conversación con otras personas. Quizás no hayas salido jamás de tu ciudad y, durante las tardes de charla en el café, conozcas a otra persona que te cambie la forma de pensar o que al menos te haga replantear todo de nuevo. Quizás, intentar entender la lógica del regateo y la hospitalidad bereber pueda ayudarte al plantear al jefe una subida de sueldo que antes no te cuestionabas. Quizás, aprendas a saborear el zumo de naranja tras probarlo en el desierto durante el desayuno. O quizás te vuelvas piadoso al conocer la situación en que viven los habitantes del Norte de África. O llegues a defender la igualdad de hombres y mujeres al conocer las injusticias en otras zonas y luego reconocerlas en tu propio país.

Viajar también puede abrir los ojos sobre la riqueza de las naciones y relacionarla con la gastronomía. El crêpe bretón es la versión evolucionada de la filloa gallega, con más sabores y variedades. Al principio eran lo mismo, pero en el primer caso se añadió más imaginación. O quizás también te haga reflexionar el momento exacto en que cruzas la frontera húngara y austriaca o la alemana y checa. En el primer caso, los campos de Hungría son áridos y pobres; a cien metros, crecen cientos de hectáreas de cereal austriaco, que supongo que irá a parar al desayuno en forma de Müsli. Y el viaje desde Berlín a Praga también hace pensar sobre la riqueza de las naciones. A un lado del río, casa turísticas que parecen sacadas de un cuento de hadas. En la otra orilla, por donde va el tren, abetos color ceniza calcinados por la lluvia ácida de fábricas desvencijadas. Pero no voy a adelantar acontecimientos.


Mayo de 1995, pocos años después de la caída del muro de Berlín. El año pasado, había perdido la oportunidad de conseguir plaza en un campo de trabajo en Francia. Al final, recorrí Europa en Inter Rail durante 30 días. Pero ahora, estaba decidido a pasar unos días trabajando en un campo en Dinamarca, mi país favorito, y no sólo por las danesas. Recordaba los paseos veraniegos por el puerto de Nyhav de Copenhague. Allí se encontraba la Sirenita, frente a una zona industrial y buques mercantes. Dinamarca, volver a Dinamarca, y recorrer los campings y lagos de la península de Jutlandia, bajo aquel clima cálido pero suave, y con aquella luz matinal que surgía a las cinco de la madrugada. Dinamarca, con sus helados Dazen-Hass y sus caballitos rojos, sus trolls... Realmente, ese sería un buen verano.


Ese día, madrugué a las 8 de la mañana y salí disparado hacia el teléfono a llamar al departamento del Teléfono Joven. Sabía que tenía más posibilidades si llamaba unos minutos antes de que las secretarias iniciasen su jornada. Se verían obligadas a atender al interlocutor. Pero el truco no funcionó. Comunicaba. Colgué. Volví a telefonear. Tenía en la mano un recorte de periódico que indicaba los destinos: cinco plazas en una granja en las inmediaciones de Londres por 20 días, el único destino en el Reino Unido; una granja en Dinamarca; destinos varios en la Francia mediterránea y algunas regiones de Alemania. El objetivo era Dinamarca; ese verano lo quería pasar allí. El teléfono comunicaba. Colgué y volví a llamar. Así eran las reglas. Había 50 plazas que se quedarían los primeros que llamasen.

Por lo tanto, sólo debía esperar la oportunidad de que una teleoperadora del Teléfono Joven descolgase el teléfono y contestase. Pero el aparato seguía comunicando y nadie contestaba. Había que volver a intentarlo. Eran las nueve y seguía comunicando. Decidí esperar varios minutos hasta que cambiase el tono. Volví a intentarlo. Las nueve y media, luego las diez. Nuevamente, comunicaba. Esperé casi media hora con el auricular en la oreja con la esperanza de que alguien contestase al otro lado. Pero, seguía comunicando. Nuevo intento y nuevo fracaso. Las once, luego las once y media, y no había forma. Por mucho que esperase, volvía a comunicar. Colgaba y marcaba, y esperaba varios minutos sin éxito. Nuevo intento, pero esta vez hasta una hora. Las doce, doce y media, la una. No había forma. Seguía sin dar línea. Debía estar todo el mundo llamando al mismo sitio.


Llegó la hora de comer y todavía no había conseguido contactar con el departamento que asignaba las plazas en los campos de trabajo por riguroso orden de llamada. A estas alturas, lo daba todo por perdido, porque supuse que ya se habrían agotado todos los destinos atractivos. Estaba visto que aquel verano lo iba a pasar en casa. Volví a intentarlo después de comer atragantado, a las 15,15 horas, sólo por probar si había suerte y totalmente desanimado. Aquella vez sí dio tono y una voz femenina al otro lado del auricular contestó:
-Teléfono Joven, dígame.
-Quería reservar una plaza para Dinamarca.
La operadora consultó un momento:
-Sólo nos quedan plazas para Rumania y Alemania. Si quiere, puede anotarse en la lista de espera para Dinamarca, siempre hay alguien que renuncia.
-¿Y hay muchos delante?
-Unos quince.
-¿Y para Inglaterra?
-Unos veinte. Esta plaza fue la primera que se agotó a las nueve de la mañana.




Las probabilidades de conseguir plaza en Dinamarca se esfumaron. La solución pasaba por pedir otro lugar, si quería pasar un verano distinto. Me decidí por Alemania, aunque tendría que revisar mis conocimientos del idioma de Goethe. Las fechas eran interesantes, de primeros de julio a primeros de agosto. Tendría el resto del mes para preparar los exámenes de septiembre. Había una asignatura que me hacía la vida imposible.
-Me quedo con una plaza para Alemania.
-Una reserva para Halle, en Alemania, del 7 al 30 de julio. Ya sabe que antes de 24 horas debe ingresar las 8.000 pesetas en una caja de ahorros y presentar su resguardo en una oficina del Teléfono Joven. Ahora, deme sus datos.
-¿Qué hay que hacer allí?
-No lo pone claro pero es algo relacionado con la jardinería.
-Parece interesante. Me llamo Brais Orvallo, de 24 años.
-Su petición ha sido aceptada. Buenos tardes. No olvide abonar la cuota y entregarla.


El mochilero salió del salón y corrió a su habitación a consultar el atlas de Europa. Miró el índice toponímico y encontró Halle, Alemania. Pensó que con un poco de suerte le tocaría un lugar turístico de la Selva Negra. Buscó el mapa y allí estaba la ciudad, a 40 kilómetros, de Berlín, y próxima a Leigzip y Dresde.

¡Qué mala suerte! Estaba en plena Alemania del Este, algo que le sonaba a totalmente gris, al Muro y a parados. La imagen que tenía de Alemania del Este era la Banhaus central de Berlín, que había visitado el año pasado durante un día. Manuel y yo habíamos esperado unos minutos por el autobús en una parada de la estación, junto a varios vagabundos, vendedores de alfombras e inmigrantes árabes. Un día lluvioso y gris con casas grises y destartaladas, algunas con restos de balas en las fachadas. A medida que el bus abandonaba aquel fantasmagórico lugar, los edificios parecían más modernos y céntricos. Esa es la imagen que tenía de Alemania del Este, tan triste como aquellos abetos checos de color ceniza. Al menos, mejoraría mis conocimientos de alemán, que cada vez me iban peor en la Escuela Oficial de Idiomas.


Esa misma tarde regresé a la escuela. Nuevamente tarde, porque se había vuelto a liar con mi trabajo. Intenté apurar al máximo al tiempo y luego recorrí a pie los cuatro kilómetros que separaban mi casa de la escuela, media hora de camino. Como siempre, me retrasé cinco minutos porque seguía pensando que podía cubrir esa distancia en sólo 25 minutos. No me explico porque nunca se me ocurrió tomar un autobús para llegar a tiempo. Era tan testarudo que me empañaba en andar y andar, contrarreloj. Era como si me hubiese empeñado en sacar de quicio a la profesora. Subí rápidamente las escaleras de la escuela y casi sofocado comprobé que, nuevamente, la puerta estaba cerrada. Tomé aire y me quité el sudor con un pañuelo. Al menos, debía aparentar cierta calma. La calma de la cara dura, pensaría la profesora Rosita. Asomé la cabeza por la puerta y caminé de puntillas hasta el primer pupitre, que ya había reservado para este tipo de emergencias.

Mi compañera, una alumna de COU sabihonda, soltó una sonrisa cínica mientras que la profesora prefirió no mirar; me daba como un caso perdido y, simplemente, había decidido ignorarme. Mejor, porque así no me vería obligado a contestar sus enrevesadas frases de los participios. Rossita estaba segura de que aquel despistado alumno desperdiciaba una plaza pública. Tampoco ayudaba mucho que sistemáticamente aquel impertinente llegase tarde a clase. Para una alemana nativa, por muchos años que viviese en el extranjero, la puntualidad era sagrada. Y ésta saboreaba su venganza contra un tardón compulsivo que rompía el orden de la clase. En mi frente llevaba marcada una palabra: Suspenso. Temía que la profesora, a pesar de su distraída afección, jamás me perdonaría mi tardanza. Estaba sentenciado.


Como siempre, el primer examen había sido un éxito pero, a partir de allí, mi estrella comenzó a declinar. Una vez el grupito de las quinceañeras sabihondas me habían echado en cara que era un gandul por suspender alemán. Mi compañera, la mayor y más sensata del grupo, me defendió: tenía poco tiempo y debía elegir entre mi trabajo o los idiomas. Dio en el clavo, porque la secretaria del editor se ponía muy nerviosa cada vez que se aproximaba el plazo de entrega, que casualmente solía coincidir con algún examen de alemán. Y, lógicamente, me quedaba con la editorial porque me daba algo de dinero, de vez en cuando. El editor me hacía últimamente muchos encargos que me absorbían por completo, sin reparar en exámenes de alemán. Me levantaba a las 8 de la mañana y trabajaba en el ordenador hasta las 18.30 horas, con una pausa para comer e imprimir. Al final, mis simpáticas compañeras, comenzaron a mirarme mal por llegar tarde, a hacerme gestos reprobatorios con el reloj y, luego, a criticarme abiertamente por suspender.

Ese mismo día, había quedado con mi amiga bávara Lorena en el bar de la Escuela de Idiomas. Habíamos quedado en intercambiar clases de alemán por español. Pero aquello no funcionaba. Cuando ella me hablaba en alemán lo hacía tan rápido que no me enteraba de nada. A veces, se daba cuenta de mi cara de lelo y se disculpaba: "Perdona, estaba hablando alemán como si estuviese en un bar con un colega alemán. No me daba cuenta de que entiendes muy poco". Realmente, nada. Y eso que tenía la culpa de que el bávaro era un dialecto ininteligible para los propios alemanes que hablaban el Alto Alemán. Bueno, de oídas a mí me sonaban igual uno que otro. Aquellas clases de alemán en el bar duraron más bien poco.

Por eso pensé que aquel viaje a Alemania me daría la oportunidad de ponerme al día en declinaciones y verbos. Sinceramente, a estas alturas del curso no me enteraba de nada. Ni siquiera funcionaba el truco de pensar en inglés y trascribirlo tal como sonaba para obtener alemán. La revisión del último examen era bastante elocuente al respecto.

La mañana no había podido empezar peor. Decidí acercarme al banco para abonar las 8.000 pesetas que me daban derecho a una reserva en el campo de trabajo. Era una ganga. Por ese precio, valía la pena, ya que estaría 25 días con todos los gastos pagados en Alemania, con alojamiento y comida. Y respecto al viaje, me pagaría un billete de Inter Rail por 30.000 pesetas.
Una vez cumplidos los trámites regresé a casa. Todavía faltaba dos meses para julio y tenía tiempo de sobra para organizar todo. Ya me imaginaba en aquella colonia de verano, disfrutando del aire libre, nuevas amistades, visitas a sitios bonitos, olvidando todo. Además, al coger las vacaciones en julio era mejor porque así tendría el resto del mes para estudiar y terminar las asignaturas pendientes. En septiembre, con un poco de suerte, me habría liberado de todas mis preocupaciones.

El mes de mayo transcurrió sin novedades.
Y llegó junio. Los problemas volvieron a empezar. Una semana de exámenes que se vio complicada con el trabajo. Entre examen y examen tuve que viajar a pedir disculpas a una asociación ecologista porque había escrito que había irregularidades en las subvenciones. La bronca fue monumental. "¿Qué les decimos ahora al Instituto de Ambiente?", me preguntó el presidente del colectivo desde su despacho. "Aquí no se despilfarra el dinero", insistió. regresé rápido. Aún tenía que estudiar para el último examen y al día siguiente volar a Barcelona para reunirme con la editorial. Esa misma mañana volvió a llamar el editor:

Aquello era demasiado estresante. Todo se complicaba demasiado. Estaba con el agua con el cuello y faltaban 25 días para marcharme a Alemania.

Terminé el examen lo mejor que pude. Era mi último año y todo me sonaba a repetido. Apenas le dedicaba horas de estudio por no decir que me leía libros enteros unas horas antes del examen, al que iba tan fresco. Una compañera que había pedido excedencia como funcionaria para terminar aquel curso me había echado en cara que alardease de estudiar el último día y sacar notas altas. No siempre era así, pero quizás con la presión memorizaba mejor o, como le expliqué, llevábamos cinco años con las mismas historias de siempre.
Entregué el examen y me acerqué a clase de alemán donde iban a entregarnos las notas del curso. "El único que se va es el que suspende". Bueno, tenía demasiadas cosas que hacer y estaba seguro de que en septiembre aprobaría con todos los honores. Después de un mes en un campo de trabajo.
A la tarde, me acerqué por el local de Ártabros, la asociación de montañeros. No sé cómo me atrevía, ya que algunos todavía me recordaban un artículo que había escrito en el que les hacía poner en su boca: "En estos viajes tienes que ir de arrastrado", en referencia en un viaje a Kenya en tren y hasta la montaña de los gorilas. "Arrastrado suena a miserable. Yo no dije eso", me decían cada vez que aparecía por allí.

Ahora estaban todos en el garaje, escalando una roca artificial. Algunos parecían el hombre araña, colgados por el techo. Probé a subir pero era necesario hacer mucha fuerza con los dedos al agarrar los salientes para aguantar el peso del cuerpo. No resistí más de unos metros y caí al vacío, es decir a las baldosas. Volví a intentarlo pero no había forma. Estaba demasiado debilucho. Los amigos comentaron sus planes para el verano. Manuel había conseguido una beca Intercampus para desarrollar un proyecto en agosto en Chile. José Luis y unos amigos viajarían en una furgoneta alquilada a Praga. Otros se preparaban para escalar unos picos del Cáucaso.

-Supongo que yo iré a un campo de trabajo en Alemania del Este.
-¿Y si no te da tiempo? ¿Perderás las 8.000 pesetas de la inscripción.
-¡Qué más podía faltar! Mojé el pan para tomar el huevo frito y continué enfrascado en mi gran problema.
-Quizás, deberías anular el viaje.
-¡No va a pasar nada! Me paso el año trabajando, así que las vacaciones son sagradas.
El día siguiente lo pasé en la playa.
A mediados de semana recibí una carta de Verónica, una antigua compañera de carrera. Me decía que le habían concedido una beca Erasmus para estudiar un año en Suecia. ¡Qué suerte! Se tenía que incorporar a primeros de agosto, justo cuando terminaba mi campamento de trabajo. Era una buena ocasión para hacer una visita a Suecia. La telefoneé y le dije que contara conmigo en Suecia. Por fin me iba de viaje. Empezaban las vacaciones.

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