jueves, 4 de noviembre de 2010

Palabras mágicas en el desierto (E.V.Pita, 2006)

Microrrelato
PALABRAS MÁGICAS EN EL DESIERTO

Autor: E.V.Pita

El texto del relato original y actualizado está en el link:
http://evpitabooks.blogspot.com/2010/11/palabras-m.html

-Stazione Centrale di Milano. Attenzione, Il treno arrivara nil binario due.

En verdad que, cuando me siento solo, recreo en mi mente la megafonía de la estación de Milán. Es como la señal para volver a casa. El binario due es como esa habitación acomodada a tu gusto que sirve, según los psicólogos, para aislarte del mundo, para tranquilizarte o relajarte. Viene a ser algo así como un refugio mental, un colchón.

En Italia siempre te sentías bien, como en tu hogar. Después de pasar penurias en culturas extrañas, Italia era como la antesala de mi hogar. Cando quería hacer un chiste imitaba aquel altavoz y repetía la gracia para mí mismo. Il binario due...Es la misteriosa medicina mágica de las palabras. ¡Qué recuerdos! Ella y yo mirábamos de pie por la ventana del vagón mientras cruzábamos a gran velocidad el túnel de Génova. Nos sonreímos mientras ajustábamos las mochilas a los hombres. Milán... volvíamos a casa. Allí estaba la Stazione Centrale y el Binario Due, la plataforma 2. Y allí, en el andén, fue donde esperé de pie, camino de Roma.
Un salto en el tiempo y en la distancia me lleva a otro recuerdo agradable. Suenan en mi cabeza otras mágicas palabras.
-Ou la gare du train, s.v.p.?"-pregunté desesperado por la estación.

Lo hice en un francés macarrónico a unos muchachos que cargaban con la bici sobre su espalda. Yo recorría angustiado las laberínticas calles de Fez, dentro de las murallas de la Ciudad Imperial. Las agujas del reloj corrían y cada vez me entraba más prisa. Había salido de la haima cuando estaba oscureciendo, sólo iluminado por la luna llena. Me marché a pie con la mochila a cuestas y muerto de miedo, no fuera a ser que unos atracadores me diesen un palo. Me bañé en sudor al perderme en un cruce de tráfico que non iba a ningún lado. Y el plano estaba al revés o yo lo veía ya todo enrevesado. A gare du train, una frase que retornó a mí y que recordó la primera vez que me apeé en la Gare d'Austerlizt, la dinámica estación parisina del Sur. Era la misma sensación que Victoria Station. Miles de viajeros de corbata y maletín se metían a toda prisa en un hormiguero llamado Tube. Un espectáculo sólo comparable a la primera imagen del Metro de Madrid, con cientos de usuarios subiendo al unísono las escaleras de la plataforma de la línea azul, la 2, de Puerta de Sol.

-Tout droit! Tout droit!.

Todo recto, hasta llegar a la Nouvelle Ville. Tout droit era otra de esas frases mágicas que oyes por el mundo y que quedan grabadas para siempre. Tenía un sonido que evocaba la eficiencia, la inmediatez, de llegar al destino sin demora ni obstáculos. No había que pensar. Y allí fui, tan rápido como pude. Esta noche debía tomar el tren hacia Marrakest costase lo que costase. Ella estaba allí y, se suponía, me esperaba.

-Un juice d'orange, s.v.p.

Otra frase relajante que evoca los cafés de Marrakest. En las puertas del Sahara -los beréberes dicen Sara- no hay nada mejor que beber un zumo de naranja, sentado en una mesa de la haima después de recorrer un kilómetro de dunas para asistir, muy temprano, al amanecer en el desierto de arena, en la frontera con Argelia. El sol sólo es una tenue luz en el Oeste que asoma por las nubes que perpetuamente -los nómadas dicen que una vez en los últimos siete años- cubren el desierto. Las minúsculas gotas que flotan sobre la arena son lo más asombroso, más que las extrañas criaturas que lo pueblan. Escarabajos peloteros de tamaño gigante pasean indiferentes a tu lado por el medio de la haima mientras tomas un chá (un té) hirviendo -siempre el chá- o una botella de Coca-Cola de tamaño familiar. Los chubascos en el desierto o en las khasbas de barro cocido evocan otro paraíso que altera las leyes de la Física tal y como las conocemos. Es un mundo al revés en el que no hay respiro.

Veo como la lluvia moja la tierra árida y, de fondo, evoco unas casas de barro borrosas, ocultas por el vapor de mi aliento y la caída de la noche. Del frío. Pero ahora me hallaba pidiendo un juice d'orange en la cafetería próxima a la rotonda de la estación. Un aperitivo antes del viaje. Allí había otros mochileros que, seguramente, también aguardaban por la llegada del Expreso a Marrakest, con trasbordo en Casablanca. Los turistas estaban de tertulia alrededor de su mesa, con su Coca-Cola de botella de cristal de medio litro y su juice d'orange. El reloj que presidía la barra del bar marcaba las 23.00 horas, casi a medianoche.

Aunque que los mochileros se regían por la hora europea, por lo que para ellos ya era la una de la madrugada. Alguno de aquellos jóvenes cayó en redondo en la mesa, vencido por el sueño. El resto seguía de charla hablando de sus aventuras. Al poco, se acercaron a aquella mesa unos tipos altos, que resultaron ser viajeros de Polonia, acompañados de un joven español. Este último lucía un sombrero de ala que le daba un aire de explorador, mezcla de Indiana Jones y Lawrence de Arabia. Un paño protegía su cuello de las asperezas del desierto y, curiosamente, cargaba con una maleta de hotel como si aquello fuese una avenida parisina. Relató su visita a una vieja ciudad perdida.

-Volúbilis. Otra palabra que me hace recordar lo exótico. La ciudad romana de los mosaicos fue construida hace dos mil años a las puertas de la cordillera del Atlas y del desierto del Shara, como los beduinos lo pronuncian. El mochilero, con pinta de profesor de arqueología y aventurero, relató en aquel bar de Fez sobre la misteriosa ciudad latina enclavada en un fértil valle, que también atrapó a los colonizadores franceses. Dominada por el arco del triunfo de Trajano, aquella urbe perdida en el Norte de África evocaba un nostálgico pasado como suministrador oficial de animales salvajes al Circo de Roma.

Cuando caminabas sobre las baldosas de la vía más céntrica de Volúbilis no podías sino admirar la disposición de las tiendas de los comerciantes, el alcantarillado subterráneo o los trazados geométricos de los mosaicos. El reloj del bar marcaba lentamente el tiempo, la televisión emitía una serie de acción y los clientes marroquíes agotaban la noche del sábado charlando y bebiendo té. El tiempo transcurría en aquel bar pero no lo suficiente deprisa para terminar la espera del tren que me llevaría a Marrakest.

El reloj dio la hora y todos los mochileros salieron en dirección a la estación. En el andén había más gente que aguardaba el Expresso. Fui a la consigna y pedí al bedel que me diese la mochila, que previamente había guardado en un saco azul por cinco dirhams. Aquello era un precio abusivo, puesto que no se trataba de más que un saco de hilo de los que los agricultores emplean para guardar las patatas. Cargué sobre mi espalda el saco azul, como se fuese mi botín o un hombre de campo, y caminé por el andén. Descargué la mochila y busqué en un saco el teléfono móvil. No había ningún mensaje para mí en el buzón de voz. Ahora me preguntaba si ella estaría o no. Me percataba de que este viaje había sido una locura, fruto de un ataque de impulsividad y pasión. Aunque ella estuviese sentada en el café de la plaza roja de Marrakest, puede que aquello no cambiase nada. ¿Por qué iba a cambiar?


Sería una larga y calurosa noche de viaje. Pronto me vi peleando con otros mochileros por buscar un asiento no reservado en el vagón. De pie, iba a ser difícil dormir. El expreso nocturno arrancó y descargué mi mochila en el suelo. Binario due volvió a sonar en mi cabeza.

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